Por Dr. Miguel A. Tenreiro

El hombre del dogo

De animales y veterinarios he oído la siguiente historia:
La mano pequeña se dibujaba nítida en la radiografía. Sin duda estaba dentro del estómago del enorme Dogo Argentino que esperaba con indiferencia en el consultorio. Su dueño era un hombre tosco, de pocas palabras. Al veterinario nunca le había preocupado esto, era cómodo no dar casi explicaciones y el tampoco hablaba mucho.

Esto había sido una permanente desventaja en su práctica diaria. No se si era un defecto pero no tenía solución y lo perjudicaba con las viejas parlanchinas tan importantes en la clientela de cualquier veterinario de ciudad.

Sin embargo ahora había que hablar. Ya que los hechos se habían producido, era el momento irremediable de las palabras. La única confusión posible era que la mano hubiera pertenecido a algún pequeño mono. La gente en Buenos Aires a veces los compra provenientes del Norte del país, del Paraguay o del Brasil. Aunque las leyes sanitarias lo prohíben, nunca falta el imbécil que los tiene en su casa. Tal vez el Dogo hubiera matado un monito de éstos y se hubiera tragado algunos trozos.

No le disgustaba la idea al veterinario. Los monos siempre le habían parecido animales repugnantes. Comen cualquier cosa, se masturban y joden todo lo que pueden. Se parecen demasiado al hombre. Pero no. El dueño del Dogo desbarató en un instante tanta  deducción imaginativa. No había tenido nunca un mono, y estaba seguro que los vecinos tampoco.

El hombre se acercó al negatoscopio y miró la placa complacido, estaba orgulloso de su perro. Por primera vez en estos tres años de parca relación  miró a los ojos al veterinario y le comentó que varias veces había encontrado sangre en alguna ventana, trozos de ropa y hasta alguna vez un dedo. Es que vuelta a vuelta algún raterito de “la villa” intentaba entrar en la casa, y el Dogo ya se sabe, en realidad no es un perro de guardia, no está dispuesto a cumplir incondicionalmente los deberes del centinela, es capaz de permanecer en silencio, inmóvil, esperando la oportunidad para atacar. Y cuando el Dogo ataca, no hay retorno, va a matar o morir.

El veterinario tenía muchas cosas que considerar. Si el Dogo había herido gravemente a una persona, era posible que lo volviera a intentar a la primera oportunidad, y no  necesitaba consultar a su dueño para saber que no le podía plantear sacrificar al rústico animal. Operarlo para recuperar la mano tampoco era práctico. En el supuesto caso de que pudiera convencer al dueño, ¿qué ganaría ?  Conocía muy bien los rápidos y devastadores efectos de los ácidos del estómago de un perro.

En una ocasión, a un cachorro le había sacado más de un kilo de tuercas y tornillos a menos de treinta minutos de tragados. No tenía mucho de recibido por lo que el asombro fue intenso ante la corrosión. Pero este era un inmenso perro con una mano pequeñita en su estómago.

Solo había vomitado un par de veces, no era para alarmarse. Incluso estaba dentro de lo normal en cualquier perro. ¿Entonces por qué carajo había tenido que sacar esa radiografía? Si, supo  que algo raro había, aún en ausencia de un indicio objetivo. ¡ Esa intuición de mierda, que tantas veces lo había hecho quedar bien ! Tanto pensar frente a la placa, el dueño del Dogo le pregunta:

-  ¿Pasa algo malo?

El veterinario no le contesta, está absorto con la mirada fija en la imagen de la mano, se ve hasta el detalle de la estructura interna de cada huesito.  No se justifica operarlo, si es por el perro no tiene sentido.

¿Qué habrá pasado con el dueño de la mano? ¿Habrá muerto desangrado, y lo habrán  enterrado sus compinches en algún pozo anónimo? ¿Habrá sido atendido en algún hospital público?  ¿Dirá cómo le pasó?  ¿Le preguntarán?.

-  ¿Cuánto es? pregunta el dueño del Dogo.

Ya se quiere ir. Hoy lo miró a los ojos por primera vez, y ahora sonríe también por primera vez. Es una sonrisa casi imperceptible, como si no participaran los músculos de su cara. Es una sonrisa de los ojos. Está realmente orgulloso.

El veterinario también sabe sonreír así, pero no porque estuviera orgulloso del poder de esta masa de músculos fibrosos y huesos, seleccionada miles de generaciones solo para pelear hasta el final, sin dudar, sin dolor, sin otra finalidad que el combate mismo, sin importar el resultado, y que con su cerebro no más grande que una albóndiga lo mira indiferente, porque no le teme ni lo odia.

Ahora es el veterinario el que sonríe, porque en el tedio cotidiano de pretender haber sido un científico en un país del tercer mundo, se acuerda...de esa frase que no sabe si la escuchó si la leyó si la inventó, si era así o la deformó, pero parece ser que a veces es verdad, “el perro es como un hombre para el hombre, y el hombre...como un perro”.





     

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